Depresión, la ‘epidemia’ de nuestro tiempo

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Depresión, la ‘epidemia’ de nuestro tiempo

La depresión es la enfermedad de la melancolía. Se trata de un estado de ánimo en el que cabalga un abanico de sentimientos negativos que nos agobian: pena, desencanto, desilusión, abatimiento, falta de ganas de vivir, desconsuelo, aflicción… todos ellos presididos por un descenso del ánimo, acompañado de un lenguaje propio.

La depresión deja sin energías, sin ganas de hacer nada. Sus síntomas son muy variados y pueden ser físicos (dolores de cabeza, opresión precordial, molestias difusas desparramadas por la geografía corporal), psicológicos (lo más importante es el bajón de ánimo y la falta de futuro; todo se vuelve pasado, negativo, ajedrezado por sentimientos de culpa), de conducta (paralización y bloqueo del comportamiento, llanto fácil), cognitivos (esto se refiere al plano de las ideas y pensamientos, que se vuelven sombríos y deforman la percepción de la realidad en nuestra contra; son emboscadas terribles salpicadas de trampas) y sociales (también se les llama asertivos: se desdibujan y pierden las habilidades sociales y el trato y la comunicación interpersonal se tornan torpes, cortas, distantes).

Es más correcto hablar de depresiones, en plural, pues son muchas las modalidades y tipos que pueden aflorar en la realidad clínica. Las depresiones constituyen en la actualidad una de las grandes epidemias de la sociedad moderna. En España existen en la actualidad, en torno a cinco millones de personas que la padecen.

La historia de la depresión es apasionante. Es evidente que es una enfermedad actual de gran resonancia y relieve social, pero ha existido desde siempre y es muy sugerente repasar, aunque sólo sea a vuelapluma, algunos aspectos de ella. Las primeras descripciones están hechas en los conductos fluviales del Nilo, en Egipto, así como en Mesopotamia, en la zona donde están los ríos Tigris y Éufrates. También en Oriente, en torno a las cuencas del Ganges y del Yangtzé, hay algunos recuerdos y descripciones en ese sentido.

En Egipto, los faraones eran enterrados con los llamados libros de los muertos, que se depositaban en las tumbas de las pirámides. Algunos contenían menciones a la melancolía, como pasadizos por donde había transcurrido la vida de ese personaje. En Mesopotamia, cuna de la civilización sumeria y babilónica, los primeros médicos eran sacerdotes, y lo que hoy llamamos depresión, en aquellos tiempos se atribuía a la posesión demoníaca y a otras causas mágicas. Los tratamientos consistían en píldoras especiales, adivinación, oráculos, astrología y baños. Viene ya la primera interpretación cíclica de la melancolía, se originaba con el movimiento periódico de los cuerpos celestes. En tablas cuneiformes de Ur, de Caldea y, sobre todo, de Nippur nos encontramos con piezas de arcilla que contienen cánticos e himnos para elevar el ánimo del pueblo, sobre todo en las épocas de sequía.

Homero en la Ilíada describe -en verso- los paisajes del alma en la zozobra de la pena y la negatividad. Él mismo recomienda el Pharmacon de la época, una mezcla de yerbas egipcias, o el Nepenthes (popular género de plantas carnívoras).

Unos 3.000 años antes de nuestra era, en China ya aparecen producciones literarias en las que se menciona de pasada la tristeza como enfermedad. El gran filósofo Lao Tsze (siglo VI a.C.), que fue archivero de la corte imperial, menciona en sus escritos el mundo de las emociones, dándole especial relevancia a la tristeza y al desencanto. En esa misma época, Confucio escribió sobre la fatiga y el hundimiento. En el Talmud -libro donde se recogen muchas tradiciones y leyes judías- se habla de cómo los trastornos del animo se curan hablando o distrayéndose, o encontrando diversiones adecuadas. Ya Hipócrates decía que la melancolía es debida a la llamada bilis negra que corrompe los humores. Los escritos hipocráticos relacionan la tristeza a la tierra seca, a la edad avanzada y al otoño, estación especialmente peligrosa en las personas propensas a padecer esta enfermedad. Hipócrates propugnó que se tratara mediante evacuación, desviación de los humores de unas regiones a otras, calor local, baños, una dieta especial, etcétera. Los célebres aforismos hipocráticos están teñidos de ideas y reflexiones psicológicas de gran profundidad, y también de consejos adecuados para salir de los avatares negativos de la vida.

Distintos médicos griegos y romanos trabajaron también en la dirección de bucear en los cuartos traseros de la pena y la enfermedad depresiva, entre ellos Celso. Areteo de Capadocia, Sorano de Éfeso, etcétera. Casiano, en el siglo V, describe la acedía o tedium vitae, que es una mezcla de apatía y sin sentido, acompañada de un bloqueo y un malestar indeterminado. Una mezcla de trastornos corporal, racional y espiritual. La acedía hace que el hombre medieval se muera de aburrimiento, cuando no pasa nada, no ocurre nada, todo está envuelto de una neblina gris, flotante y difuminada que se desliza hacia un vaciamiento de intereses.

San Isidoro de Sevilla en el siglo VII, en su libro Sinónimos, dice que los síntomas de esta enfermedad son: angustia del alma, ideas negras, acumulación de espíritus demoníacos y una profunda desesperanza. Del siglo X al XIII sobresalen las figuras de Avenzoar, Aberroes y Maimónides, médicos y filósofos que trabajaron en esta dirección. Avicena fue médico de la corte real; trató de hacer una síntesis del pensamiento aristotélico con las ideas médicas de Hipócrates y Galeno. Dedica sabrosa páginas a la histeria y a la melancolía.

El Renacimiento es la edad dorada de la melancolía -ésta se muestra como algo propio de poetas, artistas y filósofos- y Celso, un médico de su tiempo, la elogia como una aspiración positiva que se cuela en los entresijos del cuerpo y del alma, que priva de la razón, y en sus escritos dice que la melancolía es de origen natural. Hay dos descripciones que no quiero dejarme en el tintero. Una de Adrée de Laurents, médico de cabecera de Enrique IV, que describe la enfermedad del rey, propugnando medidas refinadas para su curación, como mejorar el aire, el contacto con la naturaleza, esparcir en la habitación rosas, violetas y nenúfares y poner olor de azahar y cáscaras de limón. Y otra que destaca de esta época es del médico español Francisco Vallés -siglo XVI-, que en su libro Magia describe una terapia muy interesante, un jarabe con cerca de 100 ingredientes que cura la melancolía, rechazando el concepto sagrado de la enfermedad. Por ese mismo tiempo, el inglés Timothy Bright expone en su Tratado sobre la melancolía los sentimientos de estos enfermos, recomendando vomitivos y purgantes.

Ya en el Barroco, Robert Burton, en su Anatomía de la melancolía, describe su propia enfermedad -ya que él era depresivo-, y menciona continuas observaciones corporales y sensaciones somáticas, difusas, con una gran finura de matices.

En la Ilustración, el hombre arranca con Descartes y Pascal. Se entroniza la razón. La envoltura del mundo es intelectual. El culto por la enciclopedia sintetiza todo el conocimiento humano hasta ese momento. Un gran médico de ese tiempo, Pinel, nos dice literalmente «la melancolía consiste en un juicio falso que el enfermo se forma a cerca del estado de su cuerpo y de su espíritu». En su Tratado médico-filosofico trata de clasificar las distintas estirpes melancólicas, y habla ya del tratamiento moral de algunos remedios simples y de la farmacoterapia. Un discípulo destacado de Pinel Esquirol, siguió su línea.

Quiero mencionar en este recorrido la figura del médico español de origen árabe Piquer Arruft, quien sistematiza con todo detalle la enfermedad del monarca español Fernando VI, diagnosticándole manía-melancolía. Es la primera descripción en sentido estricto que se hace lo que hoy se llama depresión bipolar, es decir, la alternancia de fases de gran hundimiento psicológico (depresión) y otras de exaltación y de gran vitalidad psicológica (euforia). Se anticipa así al gran médico alemán del XIX: Krepelin.

La psiquiatría romántica tiene muchos nombres propios, como Baillarger y Falret. Esquirol le llamó a la depresión lipemanía, que era una especie de delirio centrado en un solo tema, el malestar psicológico por el descenso del ánimo.

Durante el siglo XIX, nos encontramos con el positivismo psiaquiátrico, que significa convertir a la psiquiatría en una ciencia objetiva, alejada de los demonios de la magia y de lo subjetivo. El psiquiatra inglés Maudsly sitúa la depresión alejada de cualquier especulación metafísica, y la aproxima a las enfermedades orgánicas -esto le valió el Nobel de medicina en 1904-, como habían hecho unos años antes en Alemania Griessinger, y Paulov en Rusia .

La psiquiatría contemporánea tiene a Freud como una de las grandes figuras, con todas las controversias que se quiera. Para él la depresión es el duelo por la pérdida del objeto amado, de la que brotan la culpa y una serie de sentimientos en esa dirección.

Son muchos los autores que han trabajado durante todo ese tiempo en poner a la psiquiatría al nivel de otras ramas de la medicina.

Hoy debemos distinguir dos tipos de depresiones: las endógenas, que son debidas a causas bioquímicas y tienen un fondo hereditario y un pronóstico excelente, curándose en torno al 90% de ellas; y las exógenas, que son aquéllas desencadenadas y motivadas por acontecimientos de la vida: la mujer es especialmente sensible a las frustraciones sentimentales y afectivas y el hombre lo es a las profesionales

En medio de unas y otras hay un aspecto intermedio de formas depresivas que oscilan y deambulan y saltan y se mueven entre ellas.

Merecen una atención especial las llamadas depresiones bipolares, que, como he mencionado antes, son aquéllas en las que el sujeto pasa de estar hundido a estar hiperactivo y alegre. Son también endógenas, y hoy hay fármacos que son capaces de estabilizar el humor y conseguir frenar este ritmo giratorio desigual y oscilante (principalmente, metales del tipo del sodio, litio, rubidio, cesio, topiramato etcétera).

El que no ha tenido una auténtica depresión clínica no sabe lo que es la tristeza. El sufrimiento de la depresión puede llegar a ser tan profundo que sólo se vea como salida de ese túnel el suicidio.

Las depresiones en los niños se muestran a través del ropaje de la conducta. A los 10-12 años, no tienen todavía un vocabulario afectivo suficiente y no expresan verbalmente lo que sienten, sino a través de su conducta; dejan de jugar, hablan muy poco, están ensimismados, se aburren, lloran con frecuencia, no se concentran y tienen fracaso escolar. Los padres deben ser capaces de bucear en esos niños un poco mustios y desdibujados que flotan a la deriva y que andan como perdidos.

Las mujeres tienen tres veces más depresiones que los hombres. Son varios los motivos: la labilidad que, a veces, tiene su sistema endocrinológico; una sensibilidad psíquicamente mucho más desarrollada que la de los hombres (pueden amar y sufrir más), etcétera. Y pueden darse distintas modalidades depresivas en el curso de los acontecimientos de la vida genital femenina (en el síndrome de tensión premenstrual, como depresión post parto, post aborto, durante el embarazo y en la menopausia). Hoy también ha mejorado su pronóstico y su tratamiento.

De ese laberinto tenebroso de brumas inciertas y pensamientos negativos que es la depresión, hoy se consigue salir en un porcentaje muy alto de casos, gracias a los modernos avances operados en la psiquiatría.

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