Aprender a educar nuestros deseos

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Aprender a educar nuestros deseos

La educación es la base para edificar un proyecto personal adecuado

Educar es introducir en la realidad con amor y conocimiento. La educación es la base para edificar un proyecto personal adecuado. Hay que educar el deseo y el querer. El deseo es anhelo, aspiración, conocimiento de algo que nos lleva en esa dirección, casi como un imán, es pasajero, transitorio, esporádico, como un chispazo que recorre nuestra mente por un rato. Querer es determinación y firmeza, pretender algo con la voluntad por delante. El deseo y el placer forma un edificio común, la planta baja del deseo lleva al piso de arriba que es el placer y la escalera que los comunica es la imaginación.

El deseo está lleno de promesas. La palabra deseo tiene magia, embelesa, un tono embriagador y hechicero que nos conduce y fascina. Dejarse arrastrar por los deseos sin mas suele ser poco maduro. Crecer es orientar la conducta en una dirección positiva, pero que de entrada cuesta, y que a la larga nos hace nacer como personas.

El campo magnético de la afectividad forma una telaraña complejísima en la que los conceptos se cruzan, entremezclan, confunden, avasallan, entran y salen, suben y bajan, giran, y luego vuelven a aparecer. Todo esto da lugar a una tupida red de significados, en la que la imprecisión está a la orden del día, pues en la misma persona los usos, las significaciones y las andanzas biográficas cobran alcances y acepciones bien distintos.

Todo mi interés estriba en ir deslindando cada uno de los .componentes del deseo, pero sabiendo que es tarea compleja por la cercanía y proximidad de sus ingredientes. La contabilidad de la vida personal mezcla reveses y aciertos, El agua puede adoptar muchas formas, pero no es lo mismo la que desciende de un valle que aquella que se remansa en un lago o la que forma parte de la composición de un vino, un zumo o una pera. Garantizar la vida afectiva requiere amor y conocimiento, emplazándola para que tenga el mejor desarrollo posible. Es un navío que suelta amarras y navega on el timón bien orientado, una ingeniería de vericuetos levadizos y caminos serpenteantes ajedrezados por el deseo y sus aledaños. Porque es el y mi intención. En este artículo trato de clarificarlo con lucidez, separando semejanzas, pero sabiendo que se filtran silbando por sus rendijas, todas las nociones el mundo han sido.

Mi recorrido me vuelve a veces taciturno. Me veo en unas encrucijadas que son cordilleras que pretenden escamotearme la nitidez de la definición de cada uno con circunloquios enrevesados de marasmos sumergidos en donde todo se confunde y desdibuja. El mar de las ideas se torna aletargado aquí y ahora y luego se hace transparente y luminoso. El mar se vuelve opaco, turbio, borroso, esmerilado, nebuloso.Todo sigue intacto, pero mi cabeza acumula una galería de descripciones sorprendentes en la que flotan círculos concentricos, alborotados: sentimientos que se cruzan con emociones y deseos que aspiran a ser motivaciones e ilusiones. Todo ello es envoltorio de un regalo que hay que abrir con armonía. Rumor de lluvia y paisaje plomizo. Mi cabeza quiere estar diáfana, pero el diccionario de la afectividad es borroso y difuminado. Sumergido en esas páginas me abro paso intentando poner los puntos sobre algunas íes, de este universo interminable. Mi sentido de profesor universitario me empuja a ser ordenado y a que mis alumnos que son ustedes- se aclaren y entiendan todo lo que vengo exponiendo. Pero cuando sorteo un obstáculo. Enseguida me encuentro con otro, tartufería vagabunda de un laberinto de puertos marinos en el que el mar se esconde y se remansa.

La afectividad es una materia singularmente maleable , difícil de apresar. Es un mar encrespado en el que casi todo salta mezclado Todo en ella ronronea con inesperados cambios de ritmo, enriquecida por un muestrario de variados matices poblados de sombras. La plasticidad afectiva es sobresaliente. Defino los sentimientos como la manera más habitual de afectividad y las emociones, como su expresión; disponen a la actividad o a la pasividad, hacer o a reflexionar. Pero entre afectos y emociones hay emboscadas desordenadas en las que se confunden los planos.

El mundo de la afectividad está envuelto en una tenue neblina precisa e imprecisa, bien definida y excesivamente etérea. El lector entenderá que en un momento dado todo parece bien situado sobre la pizarra de la clase, mientras que en otro parece que todo salta de su sitio e invade el de la definición de otra estirpe afectiva. Yo mismo me pierdo por esos embrollos de figuras que se mueven y asidero.

En este terreno tan movedizo es preciso definir bien los terminos. Para alcanzar nuestro objetivo es importante deslindar los significados. Desear y querer son las dos caras de una moneda. Desear es anhelar algo de forma próxima, rápida con una cierta inmediatez. Querer es pretender una a largo plazo, pero sin la transitoriedad de la anterior: especificando el objetivo, limitando los campos con la firme resolución de llegar a la meta cueste lo que cueste. Los deseos son más superficiales y fugaces. El querer es más profundo y estable. Muchos deseos son juguetes del momento. Casi todo lo que se quiere significa un progreso personal.

Parece que la inteligencia y la afectividad están casi siempre a la gresca. Es como si no fuera fácil que se llevaran bien. Lo que una clarifica, la otra torna en confusión. Lo cierto es que ir alcanzando una proporción adecuada entre ellas es una labor de filigrana. Lo que la inteligencia despierta, la afectividad parece que aletarga y entumece. Hay un bamboleo entre la vigilia y la somnolencia. El deseo busca la posesión cercana de algo, que se pone en movimiento sobre la marcha y tiene como motor el impulso de posesión; esa es su dinámica el querer aspira a un objetivo remoto, que requiere un concreto, bien diseñado y con la voluntad como motor: es su travesía.

El problema que se nos plantea es catalogar bien las aspiraciones que emergen delante de nosotros. Unas son rápidas como estrellas fugaces en un cielo raso que pasan y desaparecen. Otras se fijan en la mente y ponen su nota inmóvil y agazapada, que consolida la aspiración. Las metas juveniles llegan a hacerse realidad si somos capaces de apresar el esfuerzo y concretarlo en una dirección precisa. En las agua los ríos se pulen las piedras, pierden sus aristas y se transforman en cantos rodados. La vida con su maestría otorga al querer su condición, meta que merece la pena. Siempre flota cerca del ser humano la tentación de abandona la meta, cuando la dificultad arrecia y uno percibe que no de seguir en la lucha. El que tiene voluntad consigue lo se propone, a pesar de las mil peripecias por las que pasamos.

En el deseo la seducción es la que manda. A partir de ahí se pone en marcha la inclinación, que va a intentar por encima de muchas cosas para acceder al objetivo Pensemos en el deseo de conocer a una persona que resulta bella, atractiva e interesante, a la que hemos casualmente y que despierta en nosotros una cierta urgencia de saber quién es, a qué se dedica, qué tipo de vida lleva. Buscamos personas cercanas a ella para que nos la presente y mientras tanto, la imaginación va fabricando un ella, con los escasos materiales de que disponemos. Y por fin se consigue acceder a esa persona. La primera vez que uno está con ella se bebe sus palabras y explora sus gestos con minuciosidad de entomólogo, saboreando su conversación. El deseo de profundizar en esa relación, que puede llegar a ser muy importante para uno, toma el mando de todas las iniciativas, deslumbrado por ese algo misterioso y especial en donde el enamoramiento puede brotar en cualquier momento.

En el querer manda el proyecto personal y la voluntad. Lo inmediato deja paso a lo mediato. Lo lejano dirige la conducta. La ilusión es el envolotorio de la felicidad; querer algo es su contenido. La primera está por fuera, en sus alrededores; la otra está por dentro, deslumbrando e iluminando, poniendo fuego y sentido a la vida.

Los deseos son más epidérmicos. Querer es algo bastante mas elaborado y hondo. El capricho es un deseo fogoso y exaltado poco razonable, que pide ser saciado ya; éste puede variar y tornarse de otro signo, según el viento del antojo que pasa y estimula.

Querer es la central telefónica en la que convergen todos los hilos de la afectividad. Los deseos son la clavija inmediata que nos conecta con la realidad que nos rodea. Los deseos, si no se gobiernan, traen y llevan la conducta, acá para allá con poco criterio. El querer, si no se le aplican con fuerza la voluntad y la motivación, puede quedarse a medio camino. El deseo puedo representarlo como un clásico balanceo de impulsos adolescentes, la inercia del instante al borde del camino llamándonos con su tirón y algabía. En el querer veo más madurez y equilibrio; la alegría reconfortante, marina, fresca y escueta de ir marcando los tiempos para seguir avanzando, tirando despojos de costanera de todo aquello que estorba y distrae de la trazada.

Los psiquiatras observamos los recodos de la vida y, también, los principales temas que la articulan. Somos perforadores de superficies. Analizamos lo que cada paciente ha ido haciendo con su vida hasta ese momento, cómo ha sido capaz de enhebrar los argumentos esenciales del proyecto de (amor, trabajo, cultura, amistades, superación de las adversidades, capacidad para recomponer el programa personales etc.). La telaraña que teje la coherencia de la existencia la vamos descubriendo en el diálogo abierto y secreto con el otro. Por eso la psiquiatría como rama de la medicina dos notas muy características: es la vertiente más antropológica de esta ciencia y, a la vez, la que establece una relación más íntima, privada, intensa y personal de todas las que existen en el ámbito médico.

Aprender a domesticar los deseos indica equilibrio y sensatez. Que no sean un impulso giratorio, que va cambiando, desplazando sus contornos, saltando según lo que desde fuera excita en cada instante. El deseo tiene algo felino, brusco, veloz, como un soplo urgente que se abre y se cierra sobre uno. En su ámbito la provisionalidad se palpa y se toca, es casi como un reflejo. Desfilan los deseos delante de los ojos ante aquello que la retina refleja. La inteligencia templada con la voluntad discrimina su conveniencia y sabe decir que no en su momento.

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